viernes, 27 de noviembre de 2009

De mi primera clase con Lisa (1956), a la "Última luna de octubre" (2009), un largo camino

Recién salido de la adolescencia, yo era un soñador empedernido, amante de la música clásica y el arte. Siendo muchacho fui llevado por un amigo a conocer la Escuela de Arte Moderno "Las cuatro dimensiones". El instituto estaba ubicado en el barrio de Congreso, pero la escuela era de "otro mundo". Las que allí llegaban eran personas sensibles con inclinaciones artísticas, pero gente normal que vivía con preocupaciones comunes en un mundo de tres dimensiones.
En la Escuela aprendimos a filosofar y, apoyándose en la técnica del color, Lisa nos dio una visión especial. En esa visión, estaba la clave para poder contemplar las cosas que los demás no veían. Esta nueva capacidad fue la que nos permitió descubrir un paraíso; éste estaba cerca de nosotros, sin embargo desconocíamos su existencia. Por entonces, nuestro mundo habitual, como el de la inmensa mayoría era de tres dimensiones, multitudinario, vulgar, estridente. Lisa nos dio alas para que pudiéramos volar a otro, uno solo conocido por pocos. En ese punto lejano-cercano del Universo, aprendimos a jugar (en el sentido que Schiller daba al término "juego").
Mi compañero Isaac -actualmente consagrado pintor- fue el primero en llegar; tal vez porque yo siempre tuve una mayor inclinación por la filosofía y las letras que por la paleta. Acaso porque lo que nos abren las palabras, sea un camino más largo y más empinado que el luminoso y alegre sendero que también lleva a la meta, el del color.
El maestro nos enseñó a convertir el caballete en un instrumento musical. Además consiguió que la paleta y el libro "Crítica de la Razón Pura" de Kant (con sus conceptos espacio-tiempo como clave para la comprensión del arte abstracto) pasaron a formar parte de nuestra anatomía. Nos ubicó en un tiempo sin antes ni después y nos puso a pensar en un espacio sin arriba ni abajo; sin derecha e izquierda. Allí los planos que manejábamos los movíamos sin hacerle perder su estatismo, porque los manejábamos en un mundo cuatridimensional. En él reinaban la soledad, la paz, la armonía y el silencio; y teníamos que trabajar con verdadero fervor para poder hacerlo nuestro.

Francisco Pelegrin (copyright, 2009)

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